'Los exiliados románticos', demasiada paja para tan poco grano

Una crítica de @AdriNaranjo2

Permítanme que inicie este análisis con un símil que me parece suficientemente gráfico como para mostrar lo que evoca Los exiliados románticos. Es, sencillamente, un delicioso Ferrero Rocher en medio de una pestilente coliflor hervida. Viéndolo así, es comprensible que la mayoría no ose ni acercarse a ello; pero siempre habrá un selecto grupo de valientes (“benditos sean los que se aventuran”) que, con pulso firme y mirada convencidos, se atreverán a probar tan terrible manjar; aunque sólo sea para encontrar esa preciada delicia en su interior. Pues bien, al igual que con esta inconcebible “comida fusión”, los que osen degustar este film, acabarán chocando contra algunos pequeños manjares de calidad excepcional, pero la coliflor (o sea, todo lo demás) es tan innecesaria, aburrida y desagradable que a uno se le van las ganas de tan siquiera valorar el anhelado dulce que atesora.
Aún así, si hacemos el esfuerzo de obviar ese tedioso envoltorio, veremos que las virtudes de Los exiliados románticos son algunas de las pocas señales de esperanza en nuestra cinematografía moderna. Cuando Jonás Trueba se quita los incomprensibles complejos, que demuestra tener demasiado a menudo, aparecen unos destellos de perfección que, simplemente, enamoran; pero son tan pocos estos momentos buenos... Y aquí nos topamos con una de las incógnitas más grandes de lo que llevamos de siglo XXI: ¿a qué genio se le ha ocurrido la brillante idea de hacer una película de 70 inconcebibles minutos? Claramente hay otra pregunta que, haciendo un poco de ciencia ficción, pasa rápidamente por nuestra mente. ¿Qué sería mejor, alargarla y convertirla en una película en condiciones o reducirla para conseguir un cortometraje? Lo ideal: la segunda opción. Si le hubieran dado el proyecto en bruto a algún montador joven y en la onda modernilla, seguramente habría generado uno de los cortos que suelen estar nominados a los premio gordo. Y, sinceramente, sería preferible y más útil gastar todo lo que nos ahorraríamos en pagarse una buena juerga con el equipo de rodaje. Esta falta de decisión, que ahora se desvela como un error garrafal, no deja de ser un problema de preproducción; del guionista y del productor. Es lógico pensar que este fallo habría sido evitable si el susodicho director se hubiera apellidado Sánchez o Rodríguez.

La trama es más predecible que una simple pechuga de pollo; pero no me entiendan mal, no es algo negativo. La historia es sencilla, ¿y qué? Nos queda claro desde un principio, dándonos en la cara con un viaje en furgoneta, que aquí lo más importante será el camino y no el destino. Por lo tanto, la dramaturgia asume un discreto segundo plano para dejar paso a la estética y el ritmo visual. Resumiendo: el mayor de los logros de esta cinta es su rollo videoclipero y su liviana simpatía. Una combinación que no disgusta, pero que entonces no deja claro el porqué de todo lo demás. En concreto, la secuencia en que Vito, el protagonista, debe hablar con su chica, es desastrosa. Cuando uno quiere escribir un sentimiento como es el nerviosismo, debe tener muy claro que los clichés no están permitidos. Ya hemos visto infinidad de veces a personajes nerviosos que 1) fuman, 2) miran al reloj o, y como en este caso, 3) tiemblan. Ya está bien. Pero seamos constructivos. Si en vez de poner al pobre chaval tiritando durante diez minutos como si estuviera en la plaza roja en calzoncillos en pleno mes de enero, se podría haber usado algo más sutil y elegante como la acción de abrocharse y desabrocharse compulsivamente el último botón de la camisa. Cuando al maestro Kieslowski se le planteó en Tres Colores: Azul mostrar la frustración de Binoche, pudo elegir el camino fácil, el de chillar en un coche con las ventanillas cerradas y el motor apagado; pero no, el genio de Varsovia puso a la actriz francesa destrozándose los nudillos contra un muro. Un gesto que rebosa simbolismo y originalidad. Pues algo así esperábamos ver en el caso que ahora nos ocupa.

Los tres amigos, unos Vito Sanz, Francesco Carril y Luis Parés que se interpretan a sí mismos, emprenden un viaje de Madrid hasta París. El motivo de este empieza siendo un puro misterio, pero, poco a poco, se van destapando los porqués de cada uno de ellos. También resulta excesivamente estereotipado que todos estos caminos vitales tengan nombre de mujer. Encima tienen la desfachatez de hacer un gag sobre este mismo cliché, mencionando al test de Bechdel. Pero bueno, en estas cosas también reside el curioso encanto de esta pieza. Los exiliados románticos es pedante, muy pedante, pero ¿por qué esto debe ser algo malo? Es curioso como en este país nos burlamos del que sabe más, del culto, del listo de la clase. No nos escondamos de nuestros conocimientos, seamos atrevidos y despreocupados como lo es esta obra. El inconveniente viene cuando esta pedantería, que bien nos gusta en el cine de gente como Coixet, se transforma en prepotencia. En un ejercicio de autocomplacencia casi masturbatorio. Todos sabemos hacer referencias cultas o hacer guiños al cine de Rohmer; no hace falta repetirlo una y otra vez.

Las partes buenas de esta película son muy buenas, de verdad, pero las malas son tan grandes y contundentes que no compensan. Si lo que realmente quieren ver es algo indie y rompedor, diferente y provocativo, con talento y sensibilidad, es más recomendable optar por algún cortometraje como Yeah! Yeah! Yeah! de Marçal Forés; una pieza que, con mucha menos duración y un presupuesto irrisorio, consigue humillar todas las propuestas que se puedan hacer en Los exiliados románticos.

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